lunes, 6 de abril de 2020

Ha pasado casi un año. La cosa no ha mejorado en absoluto, sino que cada vez va a peor. No podemos salir: el sol está enfermando. No podemos recibir las vitaminas que provienen del astro rey, tan necesarias que han sido siempre, aunque sea unos minutitos al sol… Ya eso parece una utopía. Y pensar que al principio de la cuarentena envidiaba a los que tenían terraza o balcón, para poder tomar el sol… Ya todo eso se acabó. Se acabó a partir del momento en el que los científicos declararon la alarmante situación: lo recuerdo como si fuera ayer.

Iban a decretar el fin del estado de alarma. Habíamos comprado cerveza, patatas fritas, aceitunas, íbamos a preparar cada uno nuestro plato especial, íbamos a celebrar que por fin seríamos libres… De inmediato, cortaron la emisión de todos los programas. Comunicado urgente de la NASA. El sol está enfermo, el sol está enfermando. Se detecta una dolencia que puede llegar a ser mortal. Refúgiense en sus casas, no salgan, puede ser peligroso. ¿Qué? No puede ser. Nos mirábamos estupefactos. Alguien debía estar gastando una broma de mal gusto. No podía ser. Pero salía en la televisión: ciudadanos ávidos de sol y de disfrutar del aire por fin salían de sus casas, y de repente emitían gritos de pavor. Terribles ronchas de aspecto infeccioso en su cuerpo. Se desmayaban. Los rayos del sol ya no eran buenos. Los gobiernos de todos los países del mundo se pusieron a trabajar de inmediato: la situación era muy grave. ¿Cómo hacer frente a este nuevo y terrible bache que desencadenaría una nueva crisis mundial cuando por fin empezábamos a ver la luz al final del horrible túnel del coronavirus? Veíamos la luz al final del túnel… pero la luz del sol ya no era buena.

De repente, mientras nos mirábamos los unos a los otros anonadados ante aquellas impactantes noticias, uno de mis compañeros abrió completamente los ojos, hasta el punto que parecía que se le iban a salir de las órbitas, y empezó a temblar convulsivamente, como si tuviera un ataque epiléptico.

-¡JESÚS, JESÚS!-exclamé, mientras me abalanzaba sobre él e  intentaba sacarle la lengua de la boca para que no se la tragara.-¿Sabías si era epiléptico o algo así?-le pregunté a Miriam, mi otra compañera, que era la que más lo conocía y lo contemplaba todo en estado de shock, sin creer lo que estaba pasando. Repentinamente respondió:

-No lo sé, debe haberse quedado conmocionado al enterarse de esto…La verdad, no es para menos-murmuró.

Y en efecto, así fue. Cuando volvió en sí, quedó en estado catatónico. Y no volvió a hablar.

A partir de aquel momento los días pasaron, era como de pesadilla, de ver para no creer. Se estableció un nuevo orden mundial. Se decretaron nuevas medidas extraordinarias para controlar aquella extraña epidemia, que afortunadamente solo parecía provenir de la luz del sol, y no parecía ser contagiosa, al menos hasta donde sabíamos. Pero la exposición durante unos escasos minutos podía causar la muerte.

No se podía salir de día: las tiendas, los escasos negocios que había conseguido sobrevivir a raíz de la crisis sanitaria abrían al anochecer. Así pues,  las alimañas aprovechaban para cometer las peores maldades. Los saqueos se sucedían día sí, día también. Y lo que es más preocupante: la comida empezó a escasear a un nivel alarmante. Y los animales. Granjas que se quedaban vacías. Al principio desaparecían uno o dos. Pero con el paso del tiempo llegó a  ser más preocupante, lo cual suponía un problema bastante serio: empezaban a escasear los recursos básicos… Ni carne, ni leche, ni huevos. Cerdos, gallinas, vacas, ovejas, cabras. Todos empezaron a desaparecer. Y no dejaban ni un atisbo: era como si se los hubiera tragado la tierra. Así pues, los alimentos empezaron a escasear de manera preocupante, con lo que eso conllevaba: un gran encarecimiento. Con el tiempo, las cosechas también desaparecían. No recuerdo haber pasado más hambre que en esa época, pues teníamos que estirar lo que nos quedaba hasta la saciedad, dada la alarmante escasez. Fue terrible.


Continuará...

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